Aún no había nacido cuando, en octubre de 1968, Tommie Smith y John Carlos, atletas olímpicos Negros de Estados Unidos, ganaron oro y cobre en los 200 metros. Mientras el himno estadounidense sonaba en los altavoces del estadio de la Ciudad de México, los dos hombres inclinaron la cabeza y levantaron el puño hacia el cielo, usando un guante negro. Se mantuvieron sin zapatos en el podio, usando calcetines negros para denunciar en contra de la pobreza Negra. Smith usó una bufanda negra alrededor del cuello para representar el orgullo Negro.
“Si gano, soy Americano, no Negro Americano”, dijo Smith durante la conferencia de prensa, minutos después. “Pero si hiciera algo malo, entonces sería ‘un negro’. Somos Negros y estamos orgullosos de serlo. La América Negra entenderá lo que hicimos esta noche”.
Por este gesto, tanto Smith como Carlos fueron expulsados del equipo olímpico de Estados Unidos, pero inmediatamente se volvieron héroes para muchos de nosotros en países en vías de desarrollo. Su saludo al movimiento de Black Power en medio de una lucha de derechos civiles y con el creciente saldo de muertos en la guerra de Vietnam, su protesta silenciosa, me movió años más tarde cuando aún era niña. Crecí en Venezuela, en una sociedad que gusta de llamarse “postracial” aunque tu barrio y color de piel te puedan hacer víctima de la policía, quitarte oportunidades, aumentar tu posibilidad de morir joven. Hoy, soy una adulta viviendo en Estados Unidos, donde el símbolo de los puños negros alzados está en todas partes, incluso comercializados, impresos en tazas y playeras.
“¿Qué quiere decir?”, nuestra hija de 7 años preguntó hace poco. Le mostré una vieja foto de Smith y Carlos e intenté explicarle sobre las Black Panthers, la historia de los derechos civiles en este país, sobre Black Lives Matter y cómo, hace ocho años, Trayvon Martin fue asesinado a sus 17 años por un extraño mientras regresaba de la tienda a casa. Le dije cómo un policía blanco mató a George Floyd, arrodillándose sobre su cuello, incluso mientras Floyd repetía “No puedo respirar” y “Mamá”.
No es fácil tener esta conversación con una niña Latina que vive en Arizona, una tierra marcada por siglos de conquista, despojo y desposesión.
Pero sabía que, si no hoy, tarde o temprano —y por el resto de su vida — mi hija se encontraría con el racismo anti-Negro y entendería cómo contradice el mito de la Tierra de los Libres. Crecerá para darse cuenta de que no existe el Sueño Americano; sólo un Estado que continúa negándole recursos a su propia gente en medio de una desigualdad creciente. Deberá aprender a vivir el miedo y la desesperación, al lado de la esperanza. Digo “esperanza” porque los últimos levantamientos aún podrían demostrar que la rebeldía sostenida puede cambiar nuestra mente —incluso, quizá, nuestra sociedad. Pero ¿qué cambios traerá? Si la historia de los Estados Unidos no es una de “libertad y justicia para todos” ¿Entonces qué es? ¿Y en qué se convertirá?
Esta nación está viviendo un profundo período de anti-excepcionalismo. A finales de abril, casi tres meses después de que los primeros casos de COVID-19 se reportaran en el país, la enfermedad había cobrado más muertes estadounidenses que la guerra de Vietnam. Mientras escribo, más de 119,923 personas en Estados Unidos han muerto, de acuerdo con los datos disponibles.
El Oeste de Estados Unidos, donde he vivido una buena parte de mi vida adulta, refleja profunda desigualdad. Por ejemplo, en Clark County, Nevada, una de cinco personas muertas por COVID-19 era Negra, incluso cuando la población Negra en el condado es de uno en ocho. En Colorado, los residentes Latinos han sido igualmente afectados, representando casi la tercera parte de los casos del estado. Las cinco tasas de infección más altas de Estados Unidos se encuentran en las naciones Indígenas del Oeste, de acuerdo con un estudio del Centro de Estudios Amerindios de la UCLA.
Estas disparidades echaron raíces en el Oeste muchas generaciones atrás. Primero, los colonizadores blancos conjuraron Manifest Destiny para justificar el asesinato, despojo y robo de tierras Indígenas. Después, la guerra con México concretó una enorme compra de tierra que marcó el inicio de otra clase de racismo, contra Hispanos y Latinos. La Gran Migración y la industrialización de la segunda guerra mundial atrajo a muchos Afro-Americanos al Oeste, donde continuaron siendo discriminados. Las comunidades Negras en el Oeste son más propensas a vivir en barrios densamente poblados, en áreas marcadas por una zonificación discriminativa y escuelas con pocos recursos, con menos opciones de comida saludable, áreas verdes, trabajos decentes o seguridad.
Ser Negro o Latino en Estados Unidos, quiere decir que tienes menos probabilidad de tener seguro médico y que los hospitales de calidad estén más lejos. Quiere decir que estarás expuesto a la contaminación y desastres ambientales, a un récord de desempleo que empeora mientras la vida se encarece. En el Oeste, estas desigualdades marcan la diferencia entre campo y ciudad, incluso más que las divisiones raciales.
Ahora, el brote de COVID-19 nos ha obligado a enfrentarnos a esta cruel realidad.
La pandemia no solo expuso una brecha económica racial, sino que amplificó el contraste entre gente privilegiada como yo —profesionales de clase media con un trabajo estable, que pueden quedarse en casa, trabajar de manera remota y mantenerse sanos — y los trabajadores mal pagados, sin guarderías, seguros u otros recursos.
Esta pandemia ha desenmascarado a un sistema roto, pero también nos ha dado una importante lección. Las primeras semanas de cuarentena obligada en Tucson, me recordaron que no contamos con el apoyo de nuestro gobierno. Pero sí con el de nuestros vecinos y amigos, bancos de comida y grupos de apoyo: Podremos estar atrapados en casa, pero no estamos solos.
EL 3 DE MARZO DE 1991, la golpiza desalmada de Rodney King a mano de los policías de Los Ángeles, me expuso por primera vez a cómo se vive el racismo en Estados Unidos. Tenía 15 años y apenas un año en el país. Recuerdo ver los videos en las noticias y pensar que la ira colectiva sobre este acto de brutalidad seguramente llevaría a los policías a la cárcel. En lugar de ello, esa manifestación de violencia llevó a la exoneración de los policías involucrados, provocando el levantamiento de 1992 de Los Ángeles. También inspiró la respuesta del presidente en mando, Bill Clinton, quien creó la mal-llamada oficina de Servicios de Policía Comunitaria (Community Oriented Policing Services o COPS, por sus siglas en inglés) que puso 100,000 policías más en las calles. Algunos de los oficiales contratados entonces posiblemente siguen en sus cargos, enfrentando a los manifestantes de LA en las protestas de Black Lives Matter de junio de este año.
Quizá poco ha cambiado en los últimos 30 años. Y a la vez quizá el cambio —un cambio tangible — está en el horizonte.
Hace siete años tres jóvenes mujeres Negras — Patrisse Khan-Cullors y Alicia Garza de California, y Opal Tometi de Nueva York — visualizaron Black Lives Matter. A un año de su fundación, un joven Negro de 18 años, Michael Brown de Ferguson, Missouri, fue asesinado por un policía blanco que, en un patrón predecible, nunca fue acusado con un crimen. Black Lives Matter estaba ahí para “imaginar y crear un mundo libre de anti-Negritud, donde toda persona negra tenga el poder social, económico y político para prosperar”.
Como abolicionistas de la era moderna, los defensores de derechos civiles de hoy en día subrayan demandas de hace muchas décadas, que en algún tiempo se calificaban como impensables: la liberación de presos con cargos menores, investigaciones independientes de corrupción policial, y el desfinanciamiento o desmantelamiento de los departamentos de policía. Pero también sueñan más allá del sistema de justicia criminal — demandando garantía de empleos federales, más recursos para los trabajadores sociales y educadores, moratorios de renta, y reparación de daños, no sólo para los descendientes de esclavos, pero también para las personas Indígenas desplazadas y más.
El contexto actual ha revivido un sentir que tuve hace varios años. En 1995, al inicio de mi carrera en Rutgers, la universidad pública de Nueva Jersey considerada una de las más cultural y racialmente diversas del país, fui parte de un movimiento que me dejó un sentido de propósito por largo tiempo: la toma del campus por estudiantes Negros, Indígenas, Latinos, Asiáticos e inmigrantes de primera generación, como yo, para protestar la publicación de The Bell Curve, un libro que hacía declaraciones falsas sobre la raza, incluyendo que la población Negra es inherentemente menos inteligente que blancos y asiáticos. Mientras tanto, el presidente de la universidad, Francis Lawrence, hizo eco a las declaraciones racistas y seudocientíficas diciendo que los estudiantes Negros tuvieron notas bajas en los exámenes estandarizados por su “genética, su contexto hereditario”.
En los partidos de basquetbol y dentro de las aulas, donde sea que pudiéramos reunirnos, demandamos la renuncia de Lawrence. Al final, Lawrence se disculpó y fue perdonado. Las protestas se calmaron. Pero una nueva generación de líderes nacería de estas protestas, encontrando su propia voz. Yo encontré el periodismo. El recuerdo de mis compañeros viendo como el fuego consumía ejemplares nuevos de The Bell Curve, aún me trae escalofríos. Me recuerda la importancia del idealismo joven, de cómo es ver demandas que antes parecían inalcanzables cobrar vida. Aún continúa dándome esperanza para alguna clase de despertar, una transformación del mundo, esperanza para el futuro de mi hija.
Después de que asesinaran a George Floyd, me uní a un webinar en vivo con la profesora de U.C. Santa Cruz Angela Davis, exmiembro de las Black Panthers. Ahora en sus 70s, Davis estaba rodeada de activistas jóvenes, conectados a lo largo y ancho del país. Con la biblioteca de su oficina de fondo, Davis radiaba mientras hablaba a activistas al menos cuatro décadas menores que ella, recordándoles que los Estados Unidos siempre ha orquestado el fracaso de la población Negra. La tragedia del COVID-19 simplemente ha desnudado una verdad que mucha gente conocía desde hace tiempo.
“Incluso cuando parecía que nadie estaba escuchando fuera de las comunidades de color, este esfuerzo de organización anti-racista ha hecho una gran diferencia”, nos dijo Davis. “Pocas veces tenemos la oportunidad de atestiguar de manera evidente el resultado del trabajo intelectual y de activismo que ha cambiado dramáticamente la cabeza de la gente y empieza a cambiar en un pequeño lapso de tiempo las narrativas hegemónicas”.
Estamos viviendo un momento de rebelión y posibilidad, de demandas largamente incumplidas que finalmente están ganando tracción más allá de las así-llamadas comunidades de color. Los mitos de fundación de los Estados Unidos están siendo cuestionados por los millenials, por la Generación Z, por blancos moderados y progresivos. Por primera vez en nuestras vidas estamos siendo testigos de un levantamiento multirracial que crece en número e impacto, no sólo en las grandes ciudades, pero incluso en los más remotos pueblos rurales del Oeste. Aquí la misión es urgente. Dejen que Manifest Destiny y su legado — conquista, robo de tierras, patriotismo ciego y viejas promesas — se marchiten y mueran. Dejemos que el Oeste guíe la lucha por reconciliación y reparaciones para la gente Negra, Latina e Indígena. Nuestro legado puede ser uno de verdadera justicia, derechos civiles y cambio radical. Sigamos adelante.
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Ruxandra Guidi es editora colaboradora de High Country News. Ella escribe desde Tucson, Arizona. Puede enviarle un correo electrónico a ruxandrag@hcn.org o envíe una carta al editor.
Este artículo fue traducido por Clara Migoya, una reportera bilingüe y científica ambiental. Estudia una maestría doble en Periodismo y Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Arizona. Follow @claramigoya